Las llaves de Juan Pablo
No recuerdo la visita de Juan Pablo
pero la voz de mi madre me cuenta
que un diez de mayo, al principio
de la última década del siglo –por caridad-,
el Papa recorrió las calles
por las que ahora camino algo borracho,
por las que ayer asesinaron a dos hombres,
por los mismos baches que ahora
mi madre esquiva como Fittipaldi.
Y por si eso no bastara,
si no hubiera sido suficiente la estela
que el Papa dejó en la mierda de estas calles,
decidieron hacer una estatua
a un lado del estadio de baseball.
2007 fue el año y el día de las madres
otra vez
enmarcaba la fecha de la nueva fiesta.
Se convocó a la gente
para que donará sus llaves
inservibles
y ser parte, en llave y alma,
del absurdo monumento.
Mi madre, trabajadora de bienes
raíces,
contenta con la noticia,
donó un par de cajas con llaves
de casas que ahora no existen.
Feliz, sintiendo importante
su contribución, creyó
por un momento que era
la más grande donadora
de la ciudad. Ay, mamá
cómo decirte que la fe
es un negocio lucrativo y que tus llaves
son tan sólo la puntita del zapato
de ese Papa tan risueño y tan coqueto.
Y ahí permanece desde entonces
la estatua tan inútil como todas
a un lado del estadio de baseball.
Sin querer han convertido a nuestro equipo
en una muestra de la fe.
En el estadio los arcángeles orinan
como si quisieran deshacerse de la embriaguez,
como si quisieran olvidarse de la luz
a la que han sido destinados.
Ebrios, observan en la baja de la octava
un sacrificio y un doble play.
Sobre la impuntualidad
Salí una tarde de la casa
y recuerdo que era tarde
porque tarde es la palabra
que me ha acompañado
desde que mis ojos se atrevieron
a mirar el mundo:
tarde ha nacido este niño;
tarde el cielo que lo cubre
y tarde entenderá que el amor
no se esconde entre las piedras
de los templos ni de las plazas
ni en los riñones santos que acompaña
la vida de los abuelos.
Salí una tarde para no romper
todos los cristales de la casa,
pero tarde era el reflejo en la mirada
de los gatos desconcertados; tarde
la cera de las veladoras
desconectadas del mundo
y tarde era la sombra
de los clavos impacientes
en los que he colgado mi propia sombra.
Tarde es la palabra exacta del fracaso
y tarde es la memoria que puede salvarnos.
Fallé en todo, dijo alguien en alguna otra parte.
Salí de la casa para pagar mis errores.
Espero llegar tarde al funeral.
Herencia
De mi madre –único bastión-
no heredaré las grandes sumas,
ni un oficio concreto,
ni una casa eterna.
Heredaré, sin embargo, dos cosas:
la terca costumbre de vivir al día, quiero decir
el no saber ahorrar un centavo y nadar
en el río de la renta para siempre.
Además
he de heredar una nueva tristeza, una tumba nueva,
tranquila, para mis ganas de llorar
y unas flores que también viven al día.
No te mueras, madre.
No me importa la herencia.
Roma
Aquí estoy por ahora,
en este cuarto de dos por uno ochenta,
donde la cama es casi todo el piso
y camino descalzo sobre las sábanas
para tomar de las repisas algo de ropa,
los cigarros, el dinero que me queda a fin de mes
y acomodo, muy despacio, algunos libros.
Estas paredes tan cercanas
me recuerdan dónde he estado,
espacios mayores nunca míos:
la casa de la abuela,
la casa de mi madre,
la casa de dios en el desierto,
la casa de los amigos y de Santa María,
y ahora aquí estoy, en la baja Roma,
dos por uno ochenta es mi imperio.
Y es aquí que imagino
mi próxima mudanza
a un recinto diminuto,
pues si algo nos ha enseñado la vida
es que sólo nos vamos reduciendo,
hasta habitar de espaldas una casa
ubicada en una calle muy tranquila,
donde los vecinos nunca tocan a la puerta
y es mejor así.
Pero aquí estoy por ahora,
pensando de manera torpe en la muerte.
Yo no me quiero morir.
Tortuga sobre tortuga
El mundo es una plataforma
sustentada por el caparazón
de una tortuga gigante sustentada
por el caparazón de una tortuga gigante
sustentada… le dijo una señora a Bertrand Russell.
Y tal vez eso sea la ciencia:
una cadena infinita de tortugas
que son eliminadas
átomo por átomo
para que sólo quede el mundo,
flotando de nuevo en alguna certeza
y para seguir cuestionando esa certeza,
porque sabemos que otra persona vendrá
a decir que no eran tortugas después de todo,
sino elefantes los que cargan el planeta
y empezará de nuevo nuestra historia.
Arturo Loera (Chihuahua, 1987) es autor de los libros El poema vacío (ICM/Conaculta, 2013), Cámara de Gesell (Premio de poesía Editorial Praxis, 2013), La retórica del llanto (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2014), Ídolos (Editorial Montea, 2017) y Nada notable (Cuadrivio, 2018). Premio Binacional de Poesía Pellicer – Frost 2017, por el conjunto de poemas titulado Un montón de piedras (Mantis Editores, 2017).
Díganle a ese hombre que se case conmigo.
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👏👏👏
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