Autobiografía de Leobardo Cantor
“Soy la voz del hombre que resuena en los cielos
Que reniega y maldice
Y pide cuentas de por qué y para qué”
Altazor. Vicente Huidobro
Mi nombre es Leobardo Cantor
Nací en el terrible siglo del terrorismo
En la edad oscura de la quimeras tecnológicas
Que devoran con pantallas la nobleza de lo humano
En los tiempos donde el látigo y su cadena esclavista
Habían sido remplazados por el oro intangible del crédito
El verdor planetario se había ya secado entonces
Y las aguas ennegrecido o desaparecido
En el atroz siglo XXI
Al abrir mis párpados a la aurora de la existencia
Mis ojos vieron por imágenes primeras
La metralleta retronando a través del Lejano Oriente
Los holocaustos las barbaries los genocidios las hecatombes
Al fascismo coronarse
-Electo democráticamente-
En las cumbres de la nación más poderosa del mundo
Presenciaron también la muerte de la esperanza
En el antiguo continente que sus perpetradores denominaron “Nuevo Mundo”
Nuevo Mundo Mundo Viejo y eternamente Tercer Mundo
Y su hambre y su miedo
Y su violencia y su odio
Supe entonces que la realidad es un cúmulo
De bromas macabras
De absurdos innegables
De miseria y dolores
Tomé así por vez primera mi palabra
Y maldije al maldito creador por mi maldita existencia
(Pero de él hablaré después)
Tuve por cuna aquella bizarra patria
Gobernada por el narcotráfico y los ajustes de cuentas
Por las teledictaduras y sus presidentes
Nacidos del cuento de alguna telenovela
Tierra donde florecen las tumbas las balas la corrupción
Hay un desaparecido en cada esquina del continente
Botado en algún baldío una fosa o en la fría indiferencia
Por ende heredé el miedo de los más remotos ancestros
La piel de bronce color de mi raza que me adorna
La consistencia del maíz fortaleza que a mis músculos se otorga
Y la espalda azotada
Y la mirada agachada
Encorvada por siglos y siglos de explotación
De vejación de humillación
Aun así es mi sonrisa del tamaño de una cordillera
Alegre fiesta de montañas que se emborrachan una sobre la otra
En infinito horizonte
Bajo el beso del sol otoñal
Vive aquella patria
En mi pecho
Como la cicatriz imborrable que ha de acompañarme hasta el día de mi muerte
Pero no he de marchitarme como la carne o el hueso
Ni de pudrirme como la victoria
Pues no existo sino en la realidad de estas palabras
En la esencia de esta voz que te habla
Soy un verbo
Un verso
Una protesta
Un martillo golpeando las tinieblas
Y una antorcha iluminando la oscuridad
Del asco secular
Por ello maldije a mi creador con mi palabra primera
Por haber pronunciado mi nombre en el vacío perfecto de la nada
Y arrancado de la paz que es el silencio de la inexistencia
Mi lengua de fuego
Mis párpados en los que desemboca un río
Mis brazos anchos como estelas de un cometa
Eternamente vagabundo
Pero yo soy Leobardo Cantor
Y para pronunciar mi nombre me basta mi aliento mi hálito y mi palabra
Soy Leobardo Cantor
Cárdeno ardor
Cardo y petardo
Nardo enamorado
León pardo bastardo
Ardo en el estro voraz de mi propio astro
Fui máscara y escudo y miedo de mi padre
Pero he de ser espejo
Vigía implacable de las condenas del hombre
Juez resoluto del cáncer que es su sociedad
De sus soledades y su olvido
Y mi voz retumbará y señalará y dirá
Ahí está el tirano
Incluso cuando sus labios tiemblen
Y serán mis sueños más sublimes que los suyos
Aun cuando las pesadillas lo devoren
Y más glorioso será mi ocaso
Inclusive si cada amanecer es una muerte
Mi nombre es Leobardo cantor
Y no se ha pronunciado aún sobre la tierra
Mi última palabra
Despertar
Para Isabel y su hija Valentina.
Sucede
que te sueño.
A veces sueño que eres virgen,
que tu hija no es sino una extensión de tu cuerpo,
como tus dedos de ausencia acariciando mi rostro,
igual a tu voz que pronuncia mi nombre en el vacío que no escucho,
como el cosmos de tu vientre en el que se nace a cada instante.
A veces sueño que eres la mujer que amé,
que tu útero es una luna hambrienta de caricias
y la espesura que brota de tus senos me embriaga,
que cada tarde me entierro en el húmedo parir de tus labios.
Soñé también que era tu hijo, una triste herencia de tus miedos,
tu soledad gemela, una parte condenada de ti, al igual que tú,
a la muerte, a tu muerte, a nuestra muerte.
Pero luego despierto
y estás ahí.
Tan terrenal, tan desterrada de tu condición de arcángel,
como la hoja caída del árbol sin la caricia del viento,
fruta que marchita entre la hierba húmeda,
tan melancólica como una ausencia clavada en el pecho,
como el dolor que sacudo entre mis párpados cada mañana.
Y sé entonces
que fui
tu hijo
tu amor
tu sueño.
Un pequeño rincón del mundo
Qué importa la muerte lejana del astro
O el sirio marchito que bajo la luna padece de llanto
Qué importan las bombas las guerras los muertos el odio
Nada son el amanecer del crimen
Ni el bastardo silencio cómplice de la injusticia
Nada pueden contra mí la soledad el olvido la miseria el silencio
Nada son no existen
Mientras pueda regresar a ese rincón del mundo
Que es tu cuerpo
muy buenos
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